Ensayando desde Hipatia
La moral y el derecho
Por Aejékatl
Independientemente de nuestro color, raza y religión, somos hermanos
-Hipatia-
Sin duda alguna nos encontramos en momentos de un amplio debate social en torno a las decisiones gubernamentales. El proceso político encabezado por los progresistas mexicanos implica una serie de cambios propuestos en la forma de gobernar, todos ellos surgidos de distintos grupos a los que reprobablemente se les ha venido a llamar «minorías». Una característica sumamente notoria de este proceso es la participación ciudadana, en la toma de decisiones importantes y/o controversiales del gobierno, incluso la permanencia del Presidente de la República en el encargo y la inversión de los grandes proyectos del período.
Estas reivindicaciones reclaman derechos para estos grupos sin demeritar los de otros; la exigencia de estas garantías amplia el horizonte general, aun cuando parte de una necesidad sectorial. Un excelente ejemplo puede ser, consagrados en la Ley General de Cultura y Derechos Culturales[1], el derecho a la identidad cultural: uno puede autoasumirse como miembro de cualquier etnia indígena, afrodescendiente, mestizo o de ninguna identidad inclusive. El derecho reclamado por los indígenas y afromexicanos al estado mexicano, se vio vuelto ley se extiende a todas las personas que habitamos este país, aunque no nos obliga por ello a decir que, por ejemplo, por haber nacido en Poza Rica debiera autodefinirme como totonaco.
Sin embargo, el derecho humano a la Libertad de Pensamiento nos garantiza la oportunidad de disentir. La misma pluriculturalidad en la que vivimos, la historia de la que somos producto y las educaciones, formal, no formal e informal, a las cuales hemos sido sometidos, influyen en nuestra decisión personal. Por ello aquí el derecho debe acudir primeramente a la ciencia, para que ésta, libre de más juicios que el rigor científico, brinde razones a favor o en contra y además a la inalienabilidad[2] de los derechos, la cual dicta que «nadie puede ser despojado de ellos», desde otra perspectiva, que ese dotar de ese derecho no prive a nadie de otros.
El gran problema al que se enfrenta el debate público, por ser éste un país democrático el debate se debe construir desde el seno familiar, se da cuando no se acude a estos dos principios y se interponen idiosincrasias personales o prejuicios sociales sobre los dos grandes objetivos del derecho: la justicia social y el bien común.
La historia no miente, Eduardo Galeno en su texto Agua maldita[3] (2008) nos recuerda que en la Europa cristiana del siglo XVII el agua tenía mala fama «salvo en el bautismo, el baño se evitaba porque daba placer y porque invitaba al pecado». En aquella época la iglesia además tenía un tribunal basado en sus leyes denominado Santa Inquisición y un ejército, los Templarios, lo que le permitía imponer sus preceptos aun en quien no fuera católico. Esta simple norma costó la vida a millones de personas, porque si tenían el buen hábito del baño eran enjuiciado por herejes y si no lo tenían, eran más propensos a adquirir una enfermedad pandémica y mortal.
Por ello, debemos recordar que lejos estamos del medievo, habrá quienes juzguen el método científico, pero es hasta ahora lo mejor que la humanidad tiene para enfrentar los problemas propios de la existencia. Elevemos el debate.
[1] Ley General de Cultura y Derechos Culturales (2017). México.
[2] Amnistía Internacional Catalunya. La declaración internacional de los derechos humanos. Consultado el 11 de agosto de 2020 en http://www.amnistiacatalunya.org/
[3] Galeano, Eduardo (2008). Espejos, una historia casi universal. Siglo XXI Editores. México. PP 84-85
-Chikueyi Itskuintli Aejékatl
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